Incluso antes de cometerlo,
González ya se estaba arrepintiendo. Se escondió bajo la oscuridad de la noche
que todo lo permite y salió. Salió con la sombra en los ojos, el hambre en la
boca y la ira en las manos.
Tomó coraje del fondo de una
botella y empezó a caminar. Tenía un objetivo claro y un rumbo desconocido.
Miró con recelo aquellas casas donde la paz y la calma dejaban dormir. Se
detuvo frente a los últimos trasnochados que se despedían frente a un bar entre
carcajadas y se preguntó qué los hacía reír así. Un colectivo, que terminaba su
recorrido a toda velocidad, lo envolvió en un viento caliente y sofocante.
Transpiraba, temblaba de enojo, daba pasos rápidos y torpes. Se supo solo. En
esa noche y en el alma.
Cuando por fin llegó vio que la
casa estaba una vez más a oscuras, salvo por la luz esquelética de la puerta; y
una vez más, la ventana abierta. La inocencia casi le produjo ternura, pero la
desesperación reafirmó su indignación. Miró a cada lado de la calle. Quietud,
grillos pidiendo piedad al verano, un guardia dormido en su casilla y la radio
que lo arrulló sonando de fondo. Era el momento perfecto. Forzó la persiana que
cedió fácilmente y entró.
Una hora más tarde, todo había
terminado: el alcohol dejaba de hacer su magia, una profunda tristeza lo perseguía
y un policía lo agarraba firmemente por las manos y el cuello. No puede ser, no
puede ser, no puede ser. Acostado en la celda de cemento de la comisaría lloró,
se arrepintió, se preguntó cuándo se darían cuenta en su casa que no estaba,
que no volvía. Y volvió a enojarse. Con Dios, con los que duermen tranquilos,
con los que ríen, con los que pueden lo que él no puede, con los policías que
le arrebataron su momento de gloria. La sangre hervía adentro y comenzó a
gritar, a llorar desesperadamente. Tenía que salir. Inútilmente pateaba la puerta
de hierro y con cada golpe, más dolor y menos chances de salir.
La noche cómplice se despidió de
él y los vecinos, cómodos en sus casas frescas, en sus camas blandas, con sus
heladeras llenas, empezaban un nuevo día. Todo seguía igual, pero no para
González que pedía a gritos, desde una celda hostil, un vaso de agua y un poco
de paz.