martes, 25 de marzo de 2014

Gritos de madrugada


Incluso antes de cometerlo, González ya se estaba arrepintiendo. Se escondió bajo la oscuridad de la noche que todo lo permite y salió. Salió con la sombra en los ojos, el hambre en la boca y la ira en las manos.

Tomó coraje del fondo de una botella y empezó a caminar. Tenía un objetivo claro y un rumbo desconocido. Miró con recelo aquellas casas donde la paz y la calma dejaban dormir. Se detuvo frente a los últimos trasnochados que se despedían frente a un bar entre carcajadas y se preguntó qué los hacía reír así. Un colectivo, que terminaba su recorrido a toda velocidad, lo envolvió en un viento caliente y sofocante. Transpiraba, temblaba de enojo, daba pasos rápidos y torpes. Se supo solo. En esa noche y en el alma.

Cuando por fin llegó vio que la casa estaba una vez más a oscuras, salvo por la luz esquelética de la puerta; y una vez más, la ventana abierta. La inocencia casi le produjo ternura, pero la desesperación reafirmó su indignación. Miró a cada lado de la calle. Quietud, grillos pidiendo piedad al verano, un guardia dormido en su casilla y la radio que lo arrulló sonando de fondo. Era el momento perfecto. Forzó la persiana que cedió fácilmente y entró.

Una hora más tarde, todo había terminado: el alcohol dejaba de hacer su magia, una profunda tristeza lo perseguía y un policía lo agarraba firmemente por las manos y el cuello. No puede ser, no puede ser, no puede ser. Acostado en la celda de cemento de la comisaría lloró, se arrepintió, se preguntó cuándo se darían cuenta en su casa que no estaba, que no volvía. Y volvió a enojarse. Con Dios, con los que duermen tranquilos, con los que ríen, con los que pueden lo que él no puede, con los policías que le arrebataron su momento de gloria. La sangre hervía adentro y comenzó a gritar, a llorar desesperadamente. Tenía que salir. Inútilmente pateaba la puerta de hierro y con cada golpe, más dolor y menos chances de salir.

La noche cómplice se despidió de él y los vecinos, cómodos en sus casas frescas, en sus camas blandas, con sus heladeras llenas, empezaban un nuevo día. Todo seguía igual, pero no para González que pedía a gritos, desde una celda hostil, un vaso de agua y un poco de paz.