miércoles, 21 de mayo de 2014

Encontrar el Norte



Me sorprendieron las montañas y la fuerza del verde. Los ruidos de pájaros, animales e insectos que nunca había escuchado. En el silencio norteño y la tarde con modorra, ellos también conversan. Se cuentan las historias de allá abajo, celebran la lluvia de enero y se ríen de la torpeza humana. Por momento sus voces son tan fuertes que ensordecen, pero de a poco vuelven a los susurros y se aquietan. En ese ir y venir de música leo y descanso el cuerpo, la mente y el alma. Sigo descubriendo, encontrando y destapando. Me reconozco mansa y silenciosa. Sólo hace falta frenar y escuchar. Se. A más de mil kilómetros lo logro. Todo parece postergable, nada contrae la panza o aprieta las mandíbulas. En el regreso, cada kilómetro que me acerco, empiezo a ensordecer con otros ruidos muy distintos a los pájaros, insectos y voces de niños. El desafío: frenar y escucharse en la locura también. No creo que sea imposible. Tengo fe.

martes, 25 de marzo de 2014

Gritos de madrugada


Incluso antes de cometerlo, González ya se estaba arrepintiendo. Se escondió bajo la oscuridad de la noche que todo lo permite y salió. Salió con la sombra en los ojos, el hambre en la boca y la ira en las manos.

Tomó coraje del fondo de una botella y empezó a caminar. Tenía un objetivo claro y un rumbo desconocido. Miró con recelo aquellas casas donde la paz y la calma dejaban dormir. Se detuvo frente a los últimos trasnochados que se despedían frente a un bar entre carcajadas y se preguntó qué los hacía reír así. Un colectivo, que terminaba su recorrido a toda velocidad, lo envolvió en un viento caliente y sofocante. Transpiraba, temblaba de enojo, daba pasos rápidos y torpes. Se supo solo. En esa noche y en el alma.

Cuando por fin llegó vio que la casa estaba una vez más a oscuras, salvo por la luz esquelética de la puerta; y una vez más, la ventana abierta. La inocencia casi le produjo ternura, pero la desesperación reafirmó su indignación. Miró a cada lado de la calle. Quietud, grillos pidiendo piedad al verano, un guardia dormido en su casilla y la radio que lo arrulló sonando de fondo. Era el momento perfecto. Forzó la persiana que cedió fácilmente y entró.

Una hora más tarde, todo había terminado: el alcohol dejaba de hacer su magia, una profunda tristeza lo perseguía y un policía lo agarraba firmemente por las manos y el cuello. No puede ser, no puede ser, no puede ser. Acostado en la celda de cemento de la comisaría lloró, se arrepintió, se preguntó cuándo se darían cuenta en su casa que no estaba, que no volvía. Y volvió a enojarse. Con Dios, con los que duermen tranquilos, con los que ríen, con los que pueden lo que él no puede, con los policías que le arrebataron su momento de gloria. La sangre hervía adentro y comenzó a gritar, a llorar desesperadamente. Tenía que salir. Inútilmente pateaba la puerta de hierro y con cada golpe, más dolor y menos chances de salir.

La noche cómplice se despidió de él y los vecinos, cómodos en sus casas frescas, en sus camas blandas, con sus heladeras llenas, empezaban un nuevo día. Todo seguía igual, pero no para González que pedía a gritos, desde una celda hostil, un vaso de agua y un poco de paz.

jueves, 20 de febrero de 2014

La mesa redonda


Una mesa redonda los reúne cada noche. Tocan los temas más variados llevando adelante esta tarea a la que se han encomendado. No se suspende por lluvia. Mientras ellos estén la reunión jamás se posterga. La esperan.

En un balcón que vibra con el paso caprichoso e impredecible del tren, dos enamorados comparten el día a día entre risas, anécdotas, nosabés, caricias, sabores, miradas, planes...

El silencio de la calle, las cortinas que bailan con el viento, la música de sus voces, algún artista invitado y la simpleza del que no necesita más.

En una mesa redonda, en una cama rectangular, en un barrio chiquito de un mundo gigante se celebra cada noche la fiesta de la intimidad.