miércoles, 26 de mayo de 2010

Depende del cristal con que se lo mire


Silencioso, casi imperceptible se acomoda los anteojos como cada mañana. Su dedo índice empuja levemente el marco, pasa la montañita tan característica de su nariz y automáticamente todo deja de ser un gran manchón borroso para él. Ceba mate mientras el mundo murmura a sus espaldas desde una vieja radio, y espera. No sé muy bien qué. Su mansedumbre desafina en la melodía del tren, los pasos, los reproches, las monedas, la música latosa y el chirrido de una rueda sin aceitar. Basta mirarlo para saber que en su mundo un minuto es una eternidad bien aprovechada. Nada lo corre. Quizás porque algo ya lo corrió, ya lo alcanzó, ya lo liberó. Basta mirarlo para sentirse un aprendiz, un pichón de la vida.

Desde un banco que podría contar su propia historia, lee, escucha, intercambia sonrisas de las de antes, el señor de los anteojos gruesos que suben y bajan al ritmo de su propia música.