viernes, 13 de junio de 2008

Mi padre; el emigrante.


Emigrar es una palabra que con siete letras nos hace partir, volar, viajar, despedir. Muchas veces no somos concientes de la cantidad de emigraciones que existen a diario en nuestras vidas. Algunas duelen más que otras, pero todas se llevan algo que nos pertenece.Emigrar no sólo se emigra en un barco, avión o automóvil. Se puede emigrar con la mente, con el alma, con el cuerpo, con la imaginación. Cuando palabras que salen de algún lugar secreto y escondido se vuelven protagonistas de una situación, despidiendo el sentido de las demás palabras, emigramos. Cuando con la mente proyectamos a futuro, estamos emigrando subidos a un barco que poco sabe de vapor, cabos y proas. Cuando una amistad o un amor se deshacen uno emigra. Es otro el mundo en el que vamos a vivir. Un mundo, un país, una ciudad, un vacío, una bronca, un amor, una felicidad… son millones las cosas que dejamos atrás a la hora de emprender un viaje distinto. Mi padre fue siempre un emigrante. Un aventurero apasionado por empaparse las manos de desafíos y navegar en aguas profundas con la intuición como única guía. Siempre me impactó su habilidad para profundizar y emigrar con la mente. Lograba entrar en un silencio de esos que zumban en los oídos. Los ojos fijos en nada. La mirada fija en una ilusión de una tierra virgen que sólo él descubría.Emigró tantas veces de su casa al trabajo y viceversa. Pero hay algo que siempre admiré de él, logró entrelazar el trabajo y su hogar sin confundirlos, pero construyéndolos sobre pilares sólidos de valores y principios.Muchas veces lo vi armar su valija sin saber a dónde emigraría. Sin embargo, la última valija que armó me tuvo más inquieta que las demás. La llenó de cosas. No pude imaginar cuánto pesaría. ¿Sería difícil de llevar? ¿Valdría la pena cargarla? ¿Hacia dónde iba? ¿Podría ir yo también? Allí me quedaba… quieta. Parada. En silencio. Con los ojos fijos en él y la mirada llena de dudas. Lo observé elegir cuidadosamente qué llevar y qué no. Lo miré guardad cosas valiosas y útiles, lo vi envolver piezas frágiles que colocó con cuidado en su valija. Él no parecía notar mi presencia porque estaba ocupado en su valija. No lo veía molesto por tener que armarla, al contrario, se mostraba feliz y satisfecho cada vez que encontraba algo para agregar a esa multitud de pertenencias.Un día noté que la partida se acercaba y lo vi dirigirse a la puerta con su valija en la mano y una sonrisa única. Quise ayudarlo a cargarla y él me dejó sostenerla un momento. Para mi sorpresa era muy liviana. Maravillada abrí el cierre de la valija en secreto y miré dentro. La multitud de objetos intentaba huir desesperada. Estaba llena.Solo allí entendí el sentido del viaje. Solo allí comprendí que se puede emigrar muchas veces, pero sólo una vez uno prepara su valija para emigrar a otra vida totalmente diferente y dejar atrás ese lugar que uno creía seguro y acogedor, descubriendo que no es más que el lugar donde moran las sombras azules del espanto.Ahora sé que el día que yo tenga que armar mi valija, mi padre, el emigrante, me habrá dando la mejor lección de todas: Su ejemplo.

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