lunes, 18 de enero de 2016

Mirar para arriba

Cámara en mano. Mirar para arriba, abrirse paso entre los árboles y el cemento para admirar ese celeste uniforme, plano, como pintado. ¿Por qué celeste? ¿Cómo?
La referencia de la intervención humana que permite transmitir la verdadera sensación de celeste. Sin ella, puede ser cualquier lugar. Sin ella, las historias no se cuentan. El marco de los árboles encierra el cielo por momentos. Los cables dibujan sobre él y lo transforman en la hoja en blanco (o en celeste) donde todo se está por gestar. Es difícil hablar sobre lo indimensionable, y de nuevo, ¿qué necesidad de hablar? Dejemos que el celeste hable por sí mismo.


miércoles, 22 de julio de 2015

La docena


Si todavía tengo el derecho después de la docena, quiero decir que añoro. Quiero decir que me falta. Quiero decir que tuve y no tengo.

Si todavía tengo el derecho después de la docena, quiero llorar. Quiero extrañarte en cada uno de los momentos en que me conformé con el aire del recuerdo.

Si todavía tengo el derecho después de la docena, quiero alegrarme. Quiero mostrar el orgullo de llevarte en un rasgo, en un libro en mi mochila y en estas palabras.

Todo pareciera decir que aunque tengo el derecho no debería necesitarlo. Pero lo necesito. Porque añoro, lloro y soy feliz de haberte conocido, papá.

domingo, 12 de julio de 2015

La avalancha de recuerdos


“Sí, quiero” respondió Julia a esa pregunta eterna con sus tibios 19 años. El maquillaje trataba de hacer que esos ojos de niña, redondos y húmedos, parecieran los de una mujer tomando sus propias decisiones. El vestido blanco, las flores en la mano y un futuro por delante. La foto en la biblioteca de la sala también le recuerda ese día. Como si pudiera olvidarlo.
Últimamente los recuerdos están más presentes que nunca. En una avalancha de nostalgia lo toman por sorpresa a Luis y lo tumban en el sillón donde se queda un rato con la tristeza y la alegría, una en cada mano.
Julia era silenciosa. No pedía mucho para darlo todo a cambio. La casa siempre austera, siempre oliendo a limón. Luis se pregunta si ella fue realmente feliz. La amó, mucho. La amó como se amaba en 1943.
Un día de mayo comenzó la vida como bancario con el timbrar del teléfono. Finalmente llegó ese trabajo que había soñado por años. El orgullo y la satisfacción. El deseo de una generación que desembarcó con el hambre en una valija. Julia salió un rato de la casa y cuando volvió le dio una cajita rectangular de cuero negro con una sonrisa tímida, muy parecida a la de sus 19 años. Adentro, la lapicera con sus iniciales grabadas que hoy descansa en paz en su escritorio después de años de firmar cheques y endosos a la par de él. Esa era Julia, su gran compañera silenciosa que lo dejó ser y alcanzar.
Luis respira agitado en el sillón después de otra avalancha. Pareciera que cada vez le cuesta más recuperarse de ellas. Es que aunque guarde las tazas en el mueble justo como las ponía Julita, aunque cuelgue el repasador de la manija del horno como siempre hacía ella, o aunque conserve intacto y sagrado el lado izquierdo de la cama, ella no vuelve para quedarse. Vuelve hecha recuerdos, pequeños pedazos de vida, cuotas de cotidianidad compartida.

Afuera los grillos gritan que llegó el verano. En un esfuerzo casi sobrehumano él se aferra al apoyabrazos y se levanta del sillón. Va hasta la ventana, cierra el postigo y recuerda que la ventana, una vez más, no cierra bien. La apoya y promete arreglarla. Quizás mañana, cuando los recuerdos lo dejen tranquilo.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El abrazo de los desconocidos


Suena la chicharra, las puertas se abren y entro en el túnel de 50 minutos que me lleva y me trae cada día. No sólo me lleva a mí; somos muchas historias paradas, sentadas, tambaleando y avanzando juntas. No sabemos nada una de la otra.

Pero ese lunes tan igual me senté y abrí mi libro sin saber que Cortázar tendría franco: había otra historia para escuchar. Sin querer, me hice parte de un relato que no iba dirigido a mí pero que escuché con la atención de un amigo y la empatía de un ser querido.

Al protagonista lo vi muchas veces. Camina ida y vuelta por el túnel. Saluda y ofrece con una voz tan fuerte como su corazón (según pude descubrir mucho después). Ese día, entre puertas que se abren y cierran, gente que pide permiso y caras que vienen y van, le compartió al Ruso (y a mí) uno de sus dolores más grandes.


A Silvia le dan el alta después de meses de estar internada. Pero él sabe que el panorama no es bueno. La lleva a su casa con el mismo amor de siempre y le ofrece todo cuando ella no pide nada. Sólo necesita agua y compañía. La respetó en su dolor, en su rebeldía, en su último deseo y la dejó permanecer. Aun cuando muchos no entendían, él la defendió y comprendió que no se estaba rindiendo sino dejando que el río siga su curso natural. Ella sólo pedía agua. Pero un día lo llamó y también le pidió la mano. La apretó con fuerza. Los dos supieron. Los labios se despidieron en un abrazo tibio y memorable y, en un último esfuerzo se abrieron para decir te amo. Él siguió al lado como siempre, todavía sosteniendo su mano con el corazón y los ojos empapados.


Creo que fue el testimonio de amor, la fuerza de este hombre, la fragilidad de su historia. Entendí su dolor y por esto no pude evitar las lágrimas. No sé si el Ruso lo entendió, pero yo sin dudas lo abracé en la distancia de los desconocidos y guardé su relato conmigo.


A la vuelta lo volví a ver y su voz me pareció más fuerte que nunca. La garra, el empuje, el dolor, todo lo vi en su mirada, y no pude más que canjear $10 por una historia que para mí es invaluable.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Encontrar el Norte



Me sorprendieron las montañas y la fuerza del verde. Los ruidos de pájaros, animales e insectos que nunca había escuchado. En el silencio norteño y la tarde con modorra, ellos también conversan. Se cuentan las historias de allá abajo, celebran la lluvia de enero y se ríen de la torpeza humana. Por momento sus voces son tan fuertes que ensordecen, pero de a poco vuelven a los susurros y se aquietan. En ese ir y venir de música leo y descanso el cuerpo, la mente y el alma. Sigo descubriendo, encontrando y destapando. Me reconozco mansa y silenciosa. Sólo hace falta frenar y escuchar. Se. A más de mil kilómetros lo logro. Todo parece postergable, nada contrae la panza o aprieta las mandíbulas. En el regreso, cada kilómetro que me acerco, empiezo a ensordecer con otros ruidos muy distintos a los pájaros, insectos y voces de niños. El desafío: frenar y escucharse en la locura también. No creo que sea imposible. Tengo fe.

martes, 25 de marzo de 2014

Gritos de madrugada


Incluso antes de cometerlo, González ya se estaba arrepintiendo. Se escondió bajo la oscuridad de la noche que todo lo permite y salió. Salió con la sombra en los ojos, el hambre en la boca y la ira en las manos.

Tomó coraje del fondo de una botella y empezó a caminar. Tenía un objetivo claro y un rumbo desconocido. Miró con recelo aquellas casas donde la paz y la calma dejaban dormir. Se detuvo frente a los últimos trasnochados que se despedían frente a un bar entre carcajadas y se preguntó qué los hacía reír así. Un colectivo, que terminaba su recorrido a toda velocidad, lo envolvió en un viento caliente y sofocante. Transpiraba, temblaba de enojo, daba pasos rápidos y torpes. Se supo solo. En esa noche y en el alma.

Cuando por fin llegó vio que la casa estaba una vez más a oscuras, salvo por la luz esquelética de la puerta; y una vez más, la ventana abierta. La inocencia casi le produjo ternura, pero la desesperación reafirmó su indignación. Miró a cada lado de la calle. Quietud, grillos pidiendo piedad al verano, un guardia dormido en su casilla y la radio que lo arrulló sonando de fondo. Era el momento perfecto. Forzó la persiana que cedió fácilmente y entró.

Una hora más tarde, todo había terminado: el alcohol dejaba de hacer su magia, una profunda tristeza lo perseguía y un policía lo agarraba firmemente por las manos y el cuello. No puede ser, no puede ser, no puede ser. Acostado en la celda de cemento de la comisaría lloró, se arrepintió, se preguntó cuándo se darían cuenta en su casa que no estaba, que no volvía. Y volvió a enojarse. Con Dios, con los que duermen tranquilos, con los que ríen, con los que pueden lo que él no puede, con los policías que le arrebataron su momento de gloria. La sangre hervía adentro y comenzó a gritar, a llorar desesperadamente. Tenía que salir. Inútilmente pateaba la puerta de hierro y con cada golpe, más dolor y menos chances de salir.

La noche cómplice se despidió de él y los vecinos, cómodos en sus casas frescas, en sus camas blandas, con sus heladeras llenas, empezaban un nuevo día. Todo seguía igual, pero no para González que pedía a gritos, desde una celda hostil, un vaso de agua y un poco de paz.

jueves, 20 de febrero de 2014

La mesa redonda


Una mesa redonda los reúne cada noche. Tocan los temas más variados llevando adelante esta tarea a la que se han encomendado. No se suspende por lluvia. Mientras ellos estén la reunión jamás se posterga. La esperan.

En un balcón que vibra con el paso caprichoso e impredecible del tren, dos enamorados comparten el día a día entre risas, anécdotas, nosabés, caricias, sabores, miradas, planes...

El silencio de la calle, las cortinas que bailan con el viento, la música de sus voces, algún artista invitado y la simpleza del que no necesita más.

En una mesa redonda, en una cama rectangular, en un barrio chiquito de un mundo gigante se celebra cada noche la fiesta de la intimidad.